El cura que no quiso hacer carrera, en la guerra más cruenta y olvidada de Guatemala, se llama Luís.
Todo había comenzado muchos años atrás en el seminario de Logroño, en el corazón de la España de Franco, donde en 1951 llegó un avispado adolescente gallego, hijo de una viuda joven y cuarto de seis hermanos.
La guerra civil, reciente, había puesto "las cosas en su sitio": en España todo el mundo sabía quienes eran los buenos y quienes los malos. Los buenos, hijos de Dios y herederos de su gloria, eran los vencedores de la guerra. Los malos eran los otros: los perdedores, sus descendientes, sus huérfanos. En el seminario todos conocían muy bien al enemigo: rojo, violento, capaz de fusilar y quemar todo a su paso, solo con la mirada.
Luís había nacido en 1934, vísperas de la guerra, y era un seminarista de su tiempo: disciplinado en las formas y rígido en los fondos, militante de una causa de origen divino donde no había lugar para la duda: el rico era rico porque era rico y el pobre era pobre, porque eso le había deparado la Divina Providencia o porque no servía para otra cosa.
Convertir negritos, si acaso chinitos, era el más noble destino con el que podía soñar un seminarista.
En 1958, con la sotana recién planchada, como sus ideas, Luís se marchó a Cataluña como profesor de un colegio que regentaba su congregación "los Misioneros del Sagrado Corazón". Pero la enseñanza no era lo suyo. En la soledad del rezo y las lentas horas de estudio había ido rumiando otro horizonte: La Misión …..
